Niñez
En mi barrio había solo una
calesita en la esquina.
Los fines de semana por la
tarde Madre bajaba las persianas y antes de irse a dormir su sagrada siesta
sacaba de su cartera beige un par de
monedas.
Nos juntábamos, los chicos, a
un par de cuadras y de ahí partíamos todos al lugar que tanto amábamos.
Para nuestra época, los
sábados de calesita constituía nuestro primer acercamiento hacia las mujeres.
Si bien con el poco dinero que tenía al rato me quedaba sin poder subirme mas,
me mantenía a una distancia cercana para acechar a alguna vecina o compañera
del cole.
Un día estaba prendido muy
entusiasmado en mi helicóptero cuando una chica de largos cabellos dorados se
asomó al caballo blanco que estaba a mi lado y me dirigió una sonrisa de par en
par. Se puede decir de mí que era bastante tímido aunque solía quedar como el
chico bueno al que todas querían como su Príncipe Azul. (No era de esos, como
Hernán que llevaba pantalones Cowboy y de hamacarse de adelante hacia atrás
mientras revoleaba una correa como si fuera John Wayne, ni nada por el estilo).
Yo recurría a mi ingenio y
habilidad para dibujar historietas y mostrársela a la chica que me gustara al
terminar la ronda de calesita.
Aquel día, me dirigí hacia el
eucalipto en el fondo del jardín donde estaba aquella chica.
Al verme se puso colorada; la
tomé suavemente de las manos y recibí mi primer beso; el néctar de mi nueva
adolescencia.
Hernán era de los que hacia
imitaciones, bastante variado en su gusto: el sonido del chajar y por
último su infaltable imitación de la gallina.
Nunca supe que Hernán
conquistara alguna chica. Si se que el dueño de la calesita aquella tarde le
dió una manzana acaramelada y varios pico dulces con tal de que se fuera y no
ahuyentara la clientela.
Los tiempos cambiaron, la
calesita pasó por varios dueños hasta finalmente ser un terreno baldío.
A veces paso por el barrio de
mi infancia y veo el resplandor de los bellos dorados que me traen tan hermosos
recuerdos.
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